Mapas.

Me recordé en una tarde, sentada en el escritorio de mi cuarto, con unos doce o trece años, mientras me preparaba para hacer la tarea de ciencias sociales.
Tenía que dibujar o pintar algo en unos mapas de Argentina y Sudamérica. Supongo que debía identificar en ellos lo más típico: relieves, climas, zonas, provincias, capitales, países; algo que en ese momento no me gustaba mucho, pero que aún así me parecía interesante.

Debo confesar que, aunque resulte raro o tal vez poco usual en una preadolescente de esa edad, disfrutaba mucho de hacer la tarea.
La idea de sentarme entre mis hojas, lápices, lapiceras, libros, fotocopias, con un mate cocido con leche, algo de música suave de fondo, para luego sumergirme de lleno en el juego de preguntas y respuestas que alguien me proponía en alguna clase de alguna asignatura cualquiera, comenzaba a generarme cierto placer. Fue en esos momentos cuando reconocí que ésa era para mí una zona en la que me sentía muy cómoda, en la que podía ser yo, sin filtros.

Recuerdo muy claramente que, mientras dibujaba alguna línea en alguno de esos mapas, una imagen afloró súbitamente de algún rincón de mi mente:
una ruta despejada, desierta, que se perdía lejana entre cerros muy altos. El clima era seco y terroso; habían algunos cáctus y arbolitos bajitos con ramas muy escuálidas, pinchudas y poco pobladas desparramados por ahí, en la inmensidad de un paisaje que parecía provenir de otro planeta. Y yo, transitando esa ruta inhóspita, sentada del lado del acompañante en un auto rojo. 
Imaginé cómo eso podía sentirse, y sí: esa típica electricidad que recorre el cuerpo, sensación de profunda libertad y novedad; sensación que luego experimenté, estando en movimiento.
Recuerdo que mi corazón se alborotó. Mi respiración también. Cerré entonces los ojos, como siempre que intento conectarme en profundidad con algo que percibo, para hacerlo aún más clarito. Y sentí algo parecido a la ansiedad. Creo que deseé estar físicamente ahí. 
Me dejé sacudir un rato más por esa imagen y esas sensaciones, y luego proseguí a pintar el mapa, ya divertida, pero conmovida por lo que acababa de suceder en mi mente y mi cuerpo.

Ese día me marcó, al descubrir dos cosas muy importantes, que trascendieron todos los tiempos y espacios posibles y existentes: quería viajar, y amaba los mapas. 
Esas impresiones en papel laminado de dibujos a escala del continente americano y del planeta entero fueron las que despertaron en mí el deseo de recorrer cada rincón de esos territorios, territorios que a esa edad me parecían infinitos, pero que aún así sospechaba que, si lo deseaba muy fuerte, podían caber en mis manos.

Hoy, entre los tesoros que guardo de aquellos momentos, todavía conservo algunos de esos mapas que tanto me inspiraron, aunque ahora ya bastante arrugados y un poco pisoteados por el tiempo, pero que a veces me gusta colgar en alguna pared para sentirme un poquito más cerquita de mí misma.
Y sí, la inspiración durante todos esos años fue tanta y tan intensa, que me llevó a querer coleccionar muchos más. Pero no de esos que se compran en las librerías que vienen ya repletos de información y direcciones perfectamente marcadas, sino mapas que me permitiesen trazar mis propias líneas, mis propias rutas, a medida que las fuese recorriendo, y también jugar a descubrir en ellos todos los caminos posibles para moverme libre por esas tierras que, aún hoy, me siguen pareciendo infinitas, aunque ya no sostenga firmemente que puedan caber entre mis manos, pero sí en mi mente, en forma de recuerdos.
Y fue así que pude realizar viejos deseos: dibujar mis propios mapas y guardar en mi memoria muchas imágenes como aquella que ví en mi mente cuando tenía doce o trece años, sentada en mi escritorio, mientras hacía la tarea.


#Microrrelatoviajero: Mapas, para recordar.
Esta foto fue tomada mientras dibujaba las rutas que había recorrido hasta ese entonces, con el objetivo de tener un fino registro de mis anteriores movimientos; y marcando con lápiz todos los caminos posibles y más atractivos que me llevaran desde el lugar en el que estaba hasta la frontera de Bolivia con Perú: quería llegar hasta la Isla del Sol, y luego cruzar al siguiente país, pasando por Copacabana.
Estaba muy entusiasmada, pues iba a retomar viaje después de haber pasado un buen tiempo viviendo en un mismo lugar.
Compartí mis ideas con quienes me estaban acompañando en ese entonces, buscando la forma de pactar puntos de encuentros estratégicos en Perú, para así seguir viaje juntxs.

Lo que no me imaginaba en ese momento era que, para mi futura no tan gratificante sorpresa, esos caminos iban a quedar finalmente sin transitar.
Pero ahora pienso lo siguiente: quedará pendiente como me puede quedar pendiente el próximo capítulo de un libro que me gustó mucho leer.


Foto: Jaguar Azul, Samaipata, Bolivia.
Algún día de Septiembre de 2019.

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