Muda.

El atardecer de un día silencioso comenzaba a abrumarme.
Se venía la noche, y sentí que todo lo que había callado hasta entonces me estaba golpeando directo en la cara, y sin anestesia. Ya no podía hacerme la boluda con eso que trataba de evitar guardándolo en algun lugar perdido de mi mente.
Quise gritar. Pero no. Qué dirían los vecinos, me dije en voz alta.
Hice silencio otra vez, y observé callada, sentada bien de frente, a ese atardecer carente de sonido, pero para nada mudo. 

Me puse los auriculares. Un francés cantaba algo que no entendía, pero que me gustaba.
Me cebé otro mate, ya lavado y frío. Quise escribir en mi cuaderno algunas líneas de algo con la intención de desenredar la maraña interna, pero no tuve éxito. 
Prendí un cigarrillo. Y fumé, con los ánimos que puede tener alguien que se entrega por completo a la resignación más absoluta. 

Seguí observando ya las últimas luces. Y me pregunté, con los ojos divagando en ellas, qué podría pasar si le escribía, si le contaba que por fin había recordado lo importante, que había recordado lo que creía firmemente que nunca había sucedido. 
Múltiples respuestas me dí, en formato de monólogo infinitamente absurdo. 
Ninguna de ellas me gustó.
Me irrité.
Y continué con el plan de seguir emanando silencio, ese silencio que cada segundo que encarnaba se volvía más insostenible e insoportable.

Los colores del cielo ya se apagaban. 
La noche parecía emerger con ganas de adueñarse de todo. También de mis deseos, y mucho más de mis secretos. Creí por un momento que podía encontrar, en su incipiente negrura, un silencio cómplice, que acompañara al mío hasta que pueda aquietar un poco el barullo interno y finalmente descansar, al menos un rato.
Pero, con mi mente adelantada en el tiempo y ya inmersa en ella, me dí cuenta de que a veces, las noches, lejos de mantenerse fieles al pacto de silencio, y aunque se espere y se crea de ellas lo contrario, y tal vez como hecho bastante desafortunado para mí y para mi incesante inquietud, son las que más ruidos hacen, ruidos tan pero tan ensordecedores que no permiten, en el correr de las horas madrugadas, siquiera pegar un solo ojo.

Apagué el cigarrillo. Me cebé un último mate. Medio mate, en realidad. El termo ya se había quedado sin agua. Lo tomé, decidiéndome adentrarme en la noche intentando guardar todo el griterío nuevamente en ese lugar perdido en mi mente, en el que tanto me gusta guardar lo que deseo evitar para luego olvidar, cuando mi garganta no me permite convertir pensamiento en palabra hablada, o cuando no hay receptores disponibles para recibir los mensajes que tiene para dar.

Me levanté de la silla, las luces del cielo ya se habían esfumado por completo. Fui a la cocina y puse a calentar agua para hacer más mate, por si la noche pretendía extenderse en demasía con la intención de darme batalla, y también por si yo no podía encontrar, antes de que esta posibilidad se hiciera realidad, ese lugar perdido en mi mente donde guardar lo que era tal vez mejor callar.

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01.01.2021