Abuelos.

Vuelta de Obligado quedaba a unos veinte minutos de la casa.
El río Paraná traía camalotes, ramas, e historias fantásticas de batallas ganadas.
El abuelo nos contaba algunas otras mientras caminábamos, junto a hermanos y abuela, por el barro de la costa, esquivando cuidadosamente charcos y juncos.
Un "barco carguero" pasaba, y nosotros saludábamos con una sonrisa, estirando nuestros brazos al cielo y moviéndolos estrepitosamente hacia los costados, de un lado a otro. Nos encantaba ver esos barcos. Eran tan gigantes...
Las lanchas hacían olas sobre la orilla, y observábamos fascinados, celebrándolas en pequeños saltos, mientras él nos contaba otro cuento, en el que tenía trece años, e iban con su padre a pescar río adentro, en la mañana temprana, para más tarde hacer un asado para toda la familia. Nos contó otro, en el que habían luchado contra una tormenta que se había desatado ferozmente mientras ellos navegaban, y cómo el río los llevaba lejos; encontrar la forma de volver había resultado en toda una gran odisea.

Cuando llegábamos a ese lugar mágico, luego de caminar largo trecho por un sendero que sólo él conocía y nosotros adivinábamos, el abuelo tendía sobre la tierra húmeda sus cañas y la carnada; y nos explicaba cómo debíamos armarlas. La abuela se encargaba de hacer del espacio un lugar acogedor. Acomodaba las reposeras y una manta en el pasto; buscaba en la canasta su termo y mate, y dejaba sobre el paño extendido las galletitas que tanto nos gustaba. Para la hora de la merienda todavía faltaba, pero nunca nos iba a negar que comiésemos algunas, mientras lanzábamos los anzuelos al río, con la esperanza de poder pescar algo.

Silencio. Los peces se acercaban más a la orilla si permanecíamos callados. Y emergían así en abundancia. En esos días, el río aún estaba sano. Y nosotros, tan pequeños, también.

En en momento de la merienda, seguían los relatos, junto a una taza de leche chocolatada, galletitas y tal vez churros: él, niño, con su hermano y padre, saltando de aventura en aventura.
El abuelo era un gran narrador. Y para nosotros, escucharlo un placer. Nos dejábamos inundar por esas historias, y nos las imaginábamos como si estuviésemos allí.

Más tarde, emprendiendo nuestro retorno siguiendo el camino por el que habíamos llegado, nos topábamos con lo que más curiosidad siempre nos daba. Las cuevas eran el mayor misterio. Y las historias, esta vez, nos las contábamos nosotros.

- ¿Te imaginas, Santi? Acá venían los soldados a ocultarse de esos que vinieron a atacarnos, y después salían y los sorprendían. Por eso les ganaron.
- ¡Sí! Y también vivían indígenas acá. Ésta era su casita.
- ¡Es verdad! Y se hacían una fogata adentro, para no tener tanto frío de noche.
- ¿Tendrían frazadas, para dormir calentitos?
- Capaz que sí. Porque acá siempre hace más frío.
- Y después salían a pescar en sus canoas, obvio, porque sino, ¿qué comían?

Nos quedábamos en la penumbra de la cueva, observando todo con detenimiento y los ojos bien abiertos, cautivados por lo maravilloso del lugar. Y todos nuestros relatos hacían eco en el misterio de sus paredes terrosas.
Los abuelos sonreían desde afuera.

El atardecer y los mosquitos nos avisaban que era hora de volver a casa. Y nos subíamos al auto, con la sensación de querer volver a vivir esos momentos una y otra vez.
La vuelta siempre era el momento con mayor magia del día: el sol ya bajo en horizonte, el cielo desbordado en colores brillantes, algunas nubes trazando en él formas alucinantes, y el campo, iluminado color naranja dorado.

Los abuelos sonreían. Y nosotros, también.









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01.01.2021