Norte.

La fresca de estos días y el encierro involuntario hacen que me sienta lejos. O que desee estar lejos.

El invierno pasado pareciera que sucedió ayer, que el calor vino a visitarme sólo por un ratito, como si fuese una pausa algo necesaria luego de tantos temblores de cuerpos gélidos.

De a ratos, me voy a ese lugar frío y seco, donde el pelo me queda estirado, el viento me corta los labios y el sol pega blanco y brillante durante las mañanas tempranas.

Y he vuelto de allá con un plan que me parecía perfecto, que en estos días que comienzan a estar carentes de brisas cálidas, debo confesar - ahora escondiéndome entre mis manos del afuera, y tal vez también un poco de mis adentros - que pareciera tambalear.

Es que cierro los ojos y este día ventoso me transporta, y me encuentro entre cerros de colores, como en esa imagen que tuve cuando tenía doce o trece años mientras hacía la tarea; sólo que ahora se adhiere a ella la sensación eléctrica que brindó la experiencia. 
La imagen se completa dentro de mí, y tiene aún más detalle: 
el aroma a tortilla recién hecha de la mamita de la esquina, el sonido de mis pasos en los caminos terrosos y llenos de piedritas, de guitarras y cantos a lo lejos en algún pequeño barcito, de acentos desconocidos, pero tan bonitos al oído.

Y allá me quedo, mientras estoy acá, sentada al sol, en el piso, con mi mate y mi cuaderno, y todo este gran deseo.

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01.01.2021