Palabras esperadas y desesperadas.

Fue la primera vez en esta temporada de encierro que me pasé casi todo el día en la cama.

Anoche, unas palabras me sacudieron fuerte. Palabras que en algún momento había deseado leer, pero que aún así me tomaron por sorpresa.

Leí, sosteniendo este aparato con mis manos poseídas por un inexplicable temblor. 

Estaba parada ahí, sola, en el medio del patio ya sin luces. 

No pude leer de corrido. 

Por momentos, mi cuerpo se estremecía tanto que lo dejaba caer al suelo, y le permitía hacerse bolita. Y así abrazaba mis piernas, escondía mi cabeza entre ellas, y ahogaba un grito en un llanto mudo.

Sí, me sacudió. Me sacudiste.

 

Ya en la madrugada, volví a leerlas tantas veces como el desvelo y las lágrimas me lo permitieron.

Y luego tuve muchas para escribirte también:

Escribí un relato, en el que te contaba que te había recordado.

Escribí un poema, en el que me permitía exponerte mi desgarro.

Escribí un sueño que tuve, cuando andaba cerquita de la selva, justo antes de que vos aparecieras.

Escribí otro poema, en el que desnudaba todas mis ganas y mis deseos aún intactos y efervescentes.

Después de tantas lágrimas y también sonrisas aunque un poco tristes, y ya todas ellas hechas palabras, me dejé atrapar por un sueño.

Sueño en el que estabas vos.

Al despertar, volví a escribirte. 

Y luego no pude mover mi cuerpo de la cama, a pesar de tantos intentos. Todo dolía. Todo.

A las 18:30 decidí levantarme.

Salí al patio, y un viento ligero y fresco me dió la sensación de que había suspendido mi paso en el aire, e hizo que sintiera que toda esa pesadez desaparecía, al menos por un momento.

Respiré hondo, y cerré los ojos, al igual que siempre que siento tanto.

Una vez más, te abracé invisible.

Miré al cielo, y estaba así.

Y te abracé más fuerte.

Por un instante, sentí que estaba en otro lugar. Quise estar en otro lugar.  Tal vez cerca de algún río, donde el sol pegue hasta tarde y se compartan sonrisas, y también mates, hasta que se pongan fríos.