En la despedida pude ver que era para siempre. Aquellos ojos, que parecían tener mil años frente a los míos que a penas comenzaban a conocer la inmensidad, expresaban apaciblemente tanto infinito que pude comprender que todo aquello había sido sólo un momento. Un momento que más luego, más tarde, más después, se atrevió a burlar cualquier reloj que pretendió marcar un ritmo y añejar historias con el objetivo de cajonearlas en aquel estante olvidado de la biblioteca del alma; y despreocupar así cualquier indicio de tristeza por ausencia con una sincera sonrisa. Las flores que sus manos acercaron a las mías ese día, y que luego atesoré entre mis páginas, me susurraron palabras que no pude ser capaz de oír. Tal vez por el simple hecho de haberme topado por primera vez con la inminente disolución de un vínculo nutricio, que sin lugar a dudas, ninguna de las partes así lo deseaba. Aquellas palabras, las habladas y también las expresadas a través de ese lenguaje silencioso que sólo nosotros