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Mostrando las entradas de marzo, 2020

Náusea.

Hay algunas (pocas) situaciones que me causan náuseas. Pero de esas náuseas que no pueden siquiera concebirse, de tan terribles que resultan.  Son náuseas tan nauseabundas que impresionarían a quien me viera tenerlas; estoy muy segura de que le daría tanto asco como a mí, o incluso tal vez más. Pero hay una en particular, una, que es de las que más repugnancia me dan: la hipocresía en el amor. Es algo que me sucede muy instantáneamente - y no puedo explicar por qué - cuando la veo de frente y bien clara. Y es así como acontece esta experiencia: toda sensación amorosa que podía estar sintiendo previamente a verla, se desplaza en una especie de rapto repugnante desde mi centro hacia mi estómago, para transformarse rápidamente en la náusea más repulsiva que alguna vez haya sentido.  Ya alojada en mi estómago, la náusea llega a su pico más desagradable de todos. Tan desagradable es, que se vuelve incontrolable dentro de mi cuerpo, y es en ese preciso momento cuando se convierte finalmente

Isla del Sur.

Soñé con vos Pero cuando desperté lo había olvidado Cerré los ojos buscando  desesperadamente volver a verte Y te ví Me sonreías enorme tus ojos también y te pregunté qué hay en esa isla Vos sólo me miraste mudo en esa mirada brillante que sufría que amaba Y yo quise atravesar  de un salto la barra que nos separaba y darte ese beso ese abrazo Y creo que sí lo hice porque cuando desperté sonreía Y una canción sonaba de fondo en mi mente y ya no lloré tanto: cuando sepamos respirar en el fondo del mar bajará la marea nos volveremos a ver.

Benjamín.

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Deseo que  siempre  todas las sonrisas  te abracen que nunca  tus ojos  dejen de ver la belleza  de lo simple que cada vez  que hables tu voz se eleve hasta los confines  del infinito que cada instante sea con vos la ternura  más perfecta que  de cada lágrima que derrames te florezca un alivio y que nunca jamás de todos los jamases se te pierda esa inocencia que te permite ser siempre  niño

Mapas.

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Me recordé en una tarde, sentada en el escritorio de mi cuarto, con unos doce o trece años, mientras me preparaba para hacer la tarea de ciencias sociales. Tenía que dibujar o pintar algo en unos mapas de Argentina y Sudamérica. Supongo que debía identificar en ellos lo más típico: relieves, climas, zonas, provincias, capitales, países; algo que en ese momento no me gustaba mucho, pero que aún así me parecía interesante. Debo confesar que, aunque resulte raro o tal vez poco usual en una preadolescente de esa edad, disfrutaba mucho de hacer la tarea. La idea de sentarme entre mis hojas, lápices, lapiceras, libros, fotocopias, con un mate cocido con leche, algo de música suave de fondo, para luego sumergirme de lleno en el juego de preguntas y respuestas que alguien me proponía en alguna clase de alguna asignatura cualquiera, comenzaba a generarme cierto placer. Fue en esos momentos cuando reconocí que ésa era para mí una zona en la que me sentía muy cómoda, en la que podía ser yo, sin f

Muda.

El atardecer de un día silencioso comenzaba a abrumarme. Se venía la noche, y sentí que todo lo que había callado hasta entonces me estaba golpeando directo en la cara, y sin anestesia. Ya no podía hacerme la boluda con eso que trataba de evitar guardándolo en algun lugar perdido de mi mente. Quise gritar. Pero no. Qué dirían los vecinos, me dije en voz alta. Hice silencio otra vez, y observé callada, sentada bien de frente, a ese atardecer carente de sonido, pero para nada mudo.  Me puse los auriculares. Un francés cantaba algo que no entendía, pero que me gustaba. Me cebé otro mate, ya lavado y frío. Quise escribir en mi cuaderno algunas líneas de algo con la intención de desenredar la maraña interna, pero no tuve éxito.  Prendí un cigarrillo. Y fumé, con los ánimos que puede tener alguien que se entrega por completo a la resignación más absoluta.  Seguí observando ya las últimas luces. Y me pregunté, con los ojos divagando en ellas, qué podría pasar si le escribía, si le contaba que

Museo.

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Esa tarde tenía la intención de ir a un museo. Me tomé el 37, que me llevaba de Congreso a Recoleta, a las dos y cuarto de tarde de ese Domingo; día que era mi único día libre de la semana en ese entonces. En el trayecto, con los auriculares puestos y Billie Holiday sonando a través de ellos, me dejé deslumbrar, una vez más, por el encanto del paisaje de la ciudad.  No hacía un mes de mi vuelta, después de haber estado lejos por casi dos años, de los cuales los últimos seis meses, los había vivido más lejos aún, estando de viaje por el NOA y Bolivia. Me conmovió volver a verla. Y sí, la había extrañado, y mucho. La había extrañado, yo, que casi nunca extraño nada ni a nadie en verdad. Bajé del bondi, con el claro objetivo de caminar directo al museo, que quedaba a unas diez cuadras de donde estaba. Pero cuando crucé la Av Figueroa Alcorta, ví que desde ella se abrían unas callecitas que se adueñaron de mi entera atención. Angostas, empedradas, mucho mucho verde, con faroles de otra épo

Qué.

Qué pasaría si en vez de quedarme acá entendiendo me voy al río y lo grito. Qué pasaría si en vez de quedarme  acá esperando me voy  y lleno mis pies de aires de sur. Qué pasaría si en vez de  tragar un llanto me permito olvidar. Qué pasaría si en vez de  doler me doy lugar a ser.

Palabra-canción.

Una vez, una maldita o bendita vez, depende de quién lo mire y de cómo lo mire, alguien me trajo una palabra.  Otra vez, maldita o bendita vez, ese alguien también me trajo una canción. Y cuando alguien te trae alguna de éstas, una emoción (tal vez muchas) emerge de alguna parte del cuerpo, para luego sumergirse en ellas y volverse una.  Cuando alguien trae experiencias tan de lo profundo, palabra-canción, acaban por pertenecer por completo a quien las trajo. Y por ésto expreso, maldita o bendita esa vez: ahora, todas ellas, siempre, tienen su impronta.  Despegarlas de ese ser, muchas veces puede no resultar como se espera. Difícil tarea una se encomienda. ¿Evitarlas sería una respuesta a tal desazón? ¿Pero cómo evitar, si ya tienen su rostro, aunque no he tenido el gusto siquiera de contemplarlo, en la inmensa quietud de aquellas noches compartidas? ¿Maldición?  ¿O bendición?

Bobo.

Canción de desencuentro. Cartas de desamor. Lejanías que se encuentran para más tarde  hacerse más lejanas. Rostros que no se reconocen. Cierres de madrugada. Corazones que laten, aunque a destiempo. Abrazo pendiente en la vorágine de un sueño. Ilusión, injusta y tramposa, que llega  como si fuese sólo un recuerdo.

Revelaciones de madrugada.

Últimamente las madrugadas vienen siendo de descubrimientos:   Suena una canción nueva, me gusta, la guardo en la biblioteca. Alguien escribe, yo respondo. Confesiones se disparan como fuegos artificiales de fin de año. Se devela un secreto. Dos. Tres. Anoto un pensamiento. Lo borro. Lo olvido.  Pero a la madrugada siguiente, o a la siguiente de la siguiente,  resurge, en contra de mi voluntad, emergiendo con fulgor de las profundidades de ese lugar donde siempre se deposita lo que con prisa se desea olvidar.  Se descubre.  Aunque ya se había visto antes, sin la intención de verlo en verdad. Entonces,  se re-descubre. Un recuerdo me golpea en la cara, sin que lo viera llegar. Descubro dónde fue que alguna vez me dolió. Un nuevo amor me desvela. Y me cuenta la fantástica historia de un mundo del que no había escuchado antes nombrar. Alguien viene, golpea la puerta de mi cuarto, la abro. Me trae novedad. Y me lleva corriendo. Se siguen develando secretos. Cuatro. Cinco.  Seis. Vuelve un

Cicatrices.

La veo ahí sentada en su silla de siempre. Sus ojos acalorados por un llanto sin lágrimas miran fijos a la mesa mientras una de sus manos levanta la pava. Un chorro de agua cae humeante sobre el huequito que se forma entre la bombilla y la yerba. Apoya la pava nuevamente y su voz cansada de amanecer en la noche me pregunta ¿Querés uno, Agustina? Por favor, respondo. Y me lo arrima, con mano temblorosa mientras sus dedos sostienen  también  un cigarrillo. La veo, mientras tomo el mate, en silencio. Los surcos de su piel me gritan alguna historia llenísima de lejanos vacíos. Y me mira  compasiva. Se le escapa una sonrisa. ¿Estás bien? Sí, abu. Estoy bien. Y le devuelvo el mate también  con una sonrisa.

Ciudad.

Ando por la ciudad a paso lento. Siempre camino observando lo que hay en lo alto, casi en puntitas de pie, medio danzando algún jazz que me suena por los auriculares, medio flotando, y me dejo perder en el encanto del paisaje.  La arquitectura más antigua se mezcla con la modernísima. Y los árboles. Muchos árboles. Cuántos árboles.  Camino por un pasto, siempre descalza. Más siento que floto. Más respiro.  Y la ciudad me da eso, una extraña sensación de libertad entre tanto tanto delirio.

Distancias.

Los ojos se inundan. Una sonrisa se desdibuja. Por un instante,  las distancias se acortan. Y ahí es cuando afloran, en una intensidad estrepitosa. ¿Son ellas las que nos dejan varados en lo imposible? Y luego esa calidez que se siente cuando el recuerdo, caprichoso y arrogante, atraviesa fuerte. ¿Cómo se controla  semejante dulzura? La mente grita. El pecho bombea  río turbulento. Y yo me quedo acá. Atrapada en la vorágine  de un amanecer sin comienzos.

Encontrar desencuentro.

Una vez tuve la necesidad de buscar a alguien. Alguien a quien no había siquiera visto, pero que sabía que tal vez necesitaba un abrazo.  Estaba en el mismo hostel que yo, por allá, cerquita de la selva. Pero aún así, no habíamos cruzado palabra. Flor me dijo Mejor no. Hice caso, y me quedé mirando al fuego en esa noche tan fría y oscura, sintiendo cómo todo adentro también ardía.  Meses más tarde, por esas casualidades no tan casuales, alguien me comparte una canción. Y yo camino por Avenida Corrientes casi como si mis pies no tocasen el cemento. Y en una charla madrugada, de esas en las que fluyen relatos y preguntas cual vómito nocturno de palabras, con una gran sorpresa en nuestros ojos y con el corazón latiendo dulzura, encontramos el desencuentro.  Era él.  Éramos nosotros. Y no sabíamos que éramos nosotros. Algo pasó. Una calidez inundó cada letra escrita. Y algo que estaba estancado se movió, ahí en esa parte del cuerpo donde todo duele, y también donde todo se ama. Samaipata h